jueves, 4 de abril de 2013

Los mascarones de proa reinterpretados por la tradición popular

La colección del Museo es la tercera del mundo en importancia. Allí puede verse una amplia muestra de imaginería en la que los dioses griegos y romanos se transforman en personajes del barrrio, se visten con sus ropas e incluso usan bombín.


Diego A. Ruiz es habitante del barrio de Boedo, y por extensión de la ciudad. Es o parece un homo porteñensis más, hasta que empieza a hablar. Habla tranquilo, las palabras transitan seguras. Es un especialista en la historia grande, y en la historia chiquita que se escribe desde que a Buenos Aires la fundaran como aldea.


Cada intervención de Ruiz prueba su conocimiento reposado en barrica de buena madera. Aparecen nombres y años, períodos, y posibles interpretaciones sobre lo acaecido. Parece que nunca necesita la consulta bibliográfica: Ruiz avanza tranquilo por su pasión. Como si se tratara de su estudio, así transita el Museo de Bellas Artes Benito Quinquela Martín, es su casa, una de ellas.

Se presenta de esta manera: "Soy museólogo, trabajo en el Museo Histórico Nacional, desde hace años estoy a cargo de la biblioteca. En el Museo Quinquela Martín soy colaborador en el área docente, tengo horas cátedra. Mi trabajo tiene que ver con las publicaciones, con la difusión del patrimonio del museo. Los museos según la definición del Consejo Internacional de Museos (ICOM), deben adquirir, coleccionar, conservar y difundir el patrimonio histórico, artístico, natural. Me ocupo principalmente de las publicaciones. El Quinquela nace como museo escuela a partir de una donación que hace Quinquela Martín en 1936. Abre en el 38. 

Dijo museo escuela, no museo a secas: el museo está dentro del área de educación de la ciudad. Su actividad principal es la educativa, así lo concibió Quinquela, el arte sumado a la educación, un visionario, por eso las constantes visitas de las escuelas, o las publicaciones dirigidas al área de la escuela primaria, libros de arte para los más chicos. A partir de 2004 comenzamos con publicaciones dirigidas al nivel secundario y al público en general. Así nació la colección Cuadernos del Tornillo, dentro de estos libros está Los mascarones de proa de La Boca.

–¿Cómo se escribe sobre una colección de mascarones de proa?
–Fue una investigación histórica y museológica. Un trabajo sobre patrimonio histórico concreto, los mascarones son objetos físicos. Tuve que trabajar sobre testimonios histórico/artísticos. Se plantearon preguntas: ¿cómo llegaron hasta acá?, ¿por qué se integró la colección en este lugar? Analizar el contexto barrial fue determinante para luego relacionar lo hallado con la historia general de los mascarones. Hay una tradición mundial, pero en este caso hay una tradición particular, que hizo que en La Boca exista esta colección que se ubica en tercer lugar de importancia en el mundo. Ese fue un disparador muy interesante.


–¿Por qué en La Boca?
–La Boca fue un puerto auxiliar de Buenos Aires donde, desde la época de Garay, se fue asentando la actividad portuaria, sin olvidar que hasta que se hizo Puerto Madero, no había puerto y el Riachuelo era el refugio natural de las naves. En esta zona existió desde el principio la maestranza, que es donde se arman los buques. Acá estuvo la maestranza del Almirante Brown, se habla del Puerto de los Tachos donde se traían a calafatear las naves. La zona siempre fue centro de actividad portuaria. A partir de mediados del siglo XIX se le dio mayor importancia, porque incluso antes de Sarmiento se empieza a dragar el Riachuelo y a darle carácter oficial de puerto auxiliar de la ciudad. Por una serie de razones históricas La Boca se constituyó en una especie de enclave italiano. Antes de ser barrio, fue pueblo independiente de la ciudad. Tres barrios tienen ese origen: La Boca, Flores, Belgrano. La Boca estaba aislada del casco viejo de la ciudad.


–¿Y los pobladores?
–Mayoritariamente la población era italiana, en especial ligur, de Génova, Savona, Varazze. Cuando Alfredo Palacios venía a hacer su actividad política, y Palacios hablaba y escribía el italiano, se hacía acompañar con un traductor al genovés, al xeneizi. Este transplante cultural se plasmó en una serie de manifestaciones artísticas, que en el caso que nos ocupa tiene que ver con la navegación. La tradición marinera de los genoveses trajo esta expresión artística de neto corte popular. Esta imaginería, si bien se desprende de la tradición de los mascarones, no pertenece al período neoclásico de los siglos XVII al XIX, sino que es la tradición de los pequeños buques mercantes que recorrían los puertos del Mediterráneo. Llevaban mascarones concebidos por artistas populares. Acá en La Boca tuvimos a Francisco Parodi, a quien el propio Quinquela le atribuye la mayoría de los mascarones, y que fue quien continuó con esta tradición mediterránea.


–¿Cuál es la historia grande de los mascarones de proa?
–Hay en la antigüedad toda una genealogía que tiene que ver con los dioses totémicos, con los ojos pintados en las amuras de las proas, pero como los conocemos nosotros nace en el Renacimiento, y alcanza su mayor expresión entre el Barroco y el Neoclásico en el siglo XIX. Los motivos de esos períodos son principalmente los dioses mitológicos griegos y romanos en sus diferentes expresiones, figuras que representan ciertos atributos simbólicos. La mayoría de los mascarones neoclásicos tiene que ver con figuras femeninas. En la colección del museo está la maqueta del mascarón de la Fragata Sarmiento, que es la típica representación de la República, de la Libertad, la misma que tenemos en la Pirámide de Mayo, la mujer vestida con túnica griega y con el gorro frigio, una imagen muy común. En el museo también hay dos mascarones pertenecientes al Vapor de la Carrera que hacía Buenos Aires-Montevideo, de la Compañía Argentina de Navegación Fluvial de Nicolás Mihanovich, barcos hechos en Escocia, pueblo de gran tradición marinera, y que representan a Venus y Eolo.


–¿Qué sucedía con los mascarones pertenecientes a la tradición mediterránea?
–La tradición mediterránea es la lectura que hace el pueblo, el artesano popular, de la vieja tradición. Los italianos mamaron en directo el Renacimiento, pero las imágenes se transformaron totalmente vistas a través del ojo popular. Y esta transformación derivó hacia los tipos populares, como puede ser la representación del dueño del barco. En Génova y en otros lugares es muy común encontrar figuras de señores bigotudos. En la colección tenemos uno que tiene una historia graciosa, porque la figura posee un sombrero bombín, un elemento que lo diferenciaba de otro dueño de barco. La tradición neoclásica ubicaba a la figura de la mujer al frente de la nave, bajo el bauprés, en la proa, cabe recordar que era mala suerte llevar una mujer en la embarcación. Por lo tanto el mascarón era el lugar indicado para llevar a la amada sin correr riesgos. Las mujeres llevan una rosa en la mano, o la mano sobre el corazón, manifestaciones que tienen que ver con el amor. En la colección hay un caso notable, el de Doña María, además el buque llevaba ese nombre, que es la casi segura representación de la señora del dueño del barco o del armador, ya que es una señora vestida a la moda de fines del siglo XIX. Se ve el detalle del encaje de los calzones, está vestida para ir de paseo, hasta lleva la carterita en la mano. El caso es único, es la expresión máxima de lo popular.


–El barrio jugó un papel decisivo, ¿y qué pasaba con Quinquela Martín?
–Por un lado, tenemos un barrio donde se podía dar una colección como ésta debido a su componente demográfico mayormente italiano, y tampoco es casualidad que la colección empezara mucho antes de la fundación del museo. Los mascarones eran donados a Quinquela Martín, que en esos años era una especie de animador cultural del barrio. A él llegaron los dos mascarones de la compañía Mihanovich, y después fueron los vecinos los que le acercaron las piezas. Al ir desapareciendo los buques de madera, muchos mascarones fueron guardados, otros quedaron arrumbados en depósitos, y lamentablemente fueron muchos los que terminaron en las fogatas de San Pedro y San Pablo. La madera estacionada y pintada quema muy bien. Hubo un capitán que guardó hasta su muerte el mascarón de su barco en el dormitorio. Otra donación provino de manos de un buzo, que encontró la pieza a la entrada del puerto, y se la llevó al loco de Quinquela. Muchos habían sido regalados al padre y este se los pasó al hijo. Los motivos del padre de Quinquela no eran artísticos, eran de pertenencia, había sido marinero de agua dulce hasta que puso la carbonería, pero nunca abandonó el vínculo con el mundo de la navegación. Estos detalles aparecen en un libro de próxima aparición: Un hombre y su obra, dedicado a la vida y las ideas del pintor.


–Hay un mascarón, El Conquistador, ¿cuál es su historia?, ¿cuál es tu análisis?
–La mayoría de los mascarones de la colección, como casi toda obra popular, es anónima. Cada figura supone una historia, una investigación posible. Hace falta saber desde cuándo está en el museo, quién la donó, pasos básicos para luego apuntar a descubrir la posible intención del artista o del que encargó la obra. Muchas veces acompaña el nombre del buque y otras no, a veces son motivos de fantasía. Entonces se busca saber de qué se trata y con qué tradiciones iconográficas lo podemos emparentar. Las damas romanas nos llevan a pensar en las Amazonas de la traducción popular, enseguida vemos en el mascarón Don Venancio una especie de Neptuno con las barbas chorreantes. Si se quiere, son casos relativamente fáciles, pero hay un caso muy particular, El Conquistador, que así parece que se llamaba el buque. La ficha de este mascarón hablaba de conquistadores españoles, y ahí aparece uno de los desafíos, el ejercicio de la mirada. Basta con detenerse en la figura, para saber que la vestimenta no tiene nada que ver con la de los conquistadores españoles, y sí está en relación directa con la vestimenta de un tirolés, con algo medieval o más fantasiosa. Lo que yo veo en el retrato, en el tipo físico, en la vestimenta, es una representación oculta de Garibaldi, no sé si es algo deliberado. La obra excede al artista, como afirman Umberto Eco o Edwin Panofsky, no es lo mismo la intención del artista que la intención del lector o el espectador en el tiempo. La intención de la obra, dice Eco, trasciende al autor y al lector. Para pensar en Garibaldi tomo como referencia los tiempos históricos, el imaginario popular de la época, y el paisaje demográfico de La Boca.

Diego Ruiz comienza a arriar las velas de la historia, y mientras lo hace habla sobre la directora, desde hace más de una década, del museo Quinquela Martín, María Cristina García Pintos de Sábato. Dijo que ella hizo un museo moderno, que da gusto ver. Se trabajó mucho en problemas edilicios, y también en las áreas de los talleres de conservación y restauración, en los depósitos, en todos estos lugares se respetan las normas de conservación vigentes. La colección de pintura figurativa argentina que posee el Quinquela Martín es la más importante después de la del Museo Nacional de Bellas Artes. Queda claro que Ruiz se siente muy a gusto en su lugar de trabajo. En todo momento, su aparente seriedad deja ver la felicidad frente a la tarea realizada: la práctica apasionada de la historia.
Ruiz, el museólogo, sin dudas hubiera sido elegido por Quinquela Martín para recibir la Orden del Tornillo. Hubiera disfrutado de la parodia de logia masónica; paradito firme frente al maestro en uniforme de almirante (los botones de la chaqueta eran tornillos). Porque Diego Ruiz no es la excepción, le falta un tornillo, como a todo habitante de los barrios del arte verdadero. Quinquela entregaría la distinción y agregaría "No lo ajustes demasiado". Faltaría imaginar si la ceremonia se hubiera llevado a cabo en la casa museo, porque ahí mismo vivía Quinquela, o en Banchero, uno de los pocos lugares históricos de La Boca, donde Quinquela sabía de hacer las entregas acompañadas de pasta tricolor en homenaje a la bandera italiana.


 

Navegar en las aguas de la historia

Mascarones de proa de La Boca es un libro que a la lectura se presenta como si fuera un pailebote en tránsito mediterráneo. Durante la travesía hace paradas en puertos pequeños y el capitán propone mirar hacia otras puertas. Temas afines a la investigación sobre los mascarones: su historia grande, y la historia local, mientras se narra la colección. Diego Ruiz escribió una nave de mascarón inteligente que se muestra llena de contenidos.

La lectura amiga cumple a la perfección con una de las premisas de la razón de ser del Museo de Bellas Artes Benito Quinquela Martín, el perfil educativo. Ruiz, además de saber de historia, puede contarla y hacerlo con altura, y en sus páginas se enseña, se transmite información, investigación –el nudo, la esencia de la historia–-, y es sitio donde se arriesgan teorías, composiciones posibles en la búsqueda de significados, de señales, que quizás abran la gran puerta de la verdad histórica. En Mascarones… aparece la historia de la navegación, la gente del barrio de La Boca y de su quehacer cotidiano en la ribera, aparece Buenos Aires; se aprende a ejercitar la mirada en torno a los mascarones que hay en el museo, y se aprende, además, a ir más allá cuando por ejemplo el autor centra su análisis en el mascarón El Conquistador. La mirada sobre la pieza cierra el libro, es un texto que respira entre la crónica, la investigación, y lo mejor de una novela de misterio. Es la travesía de un posible relato histórico o una página de la mejor literatura, que el lector elija el río que mejor lo lleve, pero que no queden dudas, la palabra es una y es de autor.


Fuente: Tiempo Argentino


Link: http://tiempo.infonews.com/2013/03/31/suplemento-cultura-99196-los-mascarones-de-proa-reinterpre-tados-por-la-tradicion-popular.php

1 comentario:

  1. ¡Excelente nota! Una muestra del pais relegado por 7 decadas de chambonadas demagogicas, que muchos no terminamos de resignar.
    Gracias.

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